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((**Es1.310**) del libro era objeto de su reflexión, porque consideraba necesario conocer el plan del autor y los motivos que le habían impulsado a escribir; y empezaba siempre dando un vistazo al índice para tener una síntesis del libro. Destinaba además a la lectura de obras buenas y serias todos los ratos de tiempo sobrante, los minutos de espera antes de que entrara el maestro en clase, el último cuarto de hora de los recreos ordinarios, todo el tiempo de los extraordinarios cuando no se celebraba el círculo, parte de la media hora destinada a prepararse para el paseo y mientras se encaminaba a la catedral para las funciones sagradas: en esas circunstancias era expeditivo para arreglarse, y consideraba tiempo perdido el que algunos empleaban en acicalarse; sin embargo todo su atuendo estaba limpio. Con esta industria poco a poco llegó a conocer varias obras. Leyó durante el primer año las de Cesari, Bartoli y otros. Esta diligencia para aprovechar el tiempo la tuvo siempre durante los seis cursos completos que estuvo en el seminario; así gracias a ((**It1.381**)) su ingenio y su memoria pudo acumular tesoros de saber. Su templanza en el comer y el beber era algo sorprendente; se inspiraba en dos grades virtudes: amor a la mortificación y amor a ser instrumento apto en la obra divina de la salvación de las almas. Quería que veinte minutos después de las comidas, la digestión no le estorbara para reemprender sus ocupaciones. Por eso jamás se quejaba de las viandas o manjares presentados en la mesa y mostraba gran disgusto cuando oía murmurar de la calidad de los alimentos, o se enteraba de que alguno trataba de proveerse directamente de la cocina o de la despensa del seminario, sin permiso de los superiores: en estos casos él y sus amigos íntimos se empeñaban resueltamente en impedir tales desórdenes con el ejemplo y con la desaprobación. Cuando su madre o un amigo le llevaban algún regalo comestible, no le parecía bien comérselo él solo; sino que, después de pedir permiso, lo compartía con los compañeros. Dieron testimonio de todo esto don Palazzolo y don Giacomelli. En medio de la práctica de las virtudes más sólidas y de los estudios filosóficos, Juan Bosco sentía crecer cada vez con más fuerza en su corazón un vivísimo deseo de entregarse a los muchachos, a los que seguía enseñando catecismo y a rezar, cuando los superiores lo mandaban a la catedral con este fin. Y la divina bondad, que tenía puesta en él su amorosa mirada, empezó a hacerle conocer con más detalle cuál era la misión que le reservaba con los jovencitos. Lo contó don Bosco privadamente a algunos en el Oratorio, entre los que estaban presentes don Juan Turchi y don Domingo Ruffino: (**Es1.310**))
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