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((**Es1.205**) obligaba a su fiel animal a subir y bajar por una escalera de mano que se empleaba en el pajar ((**It1.240**)) y gozaba lo indecible con la dificultad que sentía el animal en aquel extraño camino, hasta que, poco a poco, logró acostumbrarle. Otras veces lo llevaba o lo lanzaba a lo alto del pajar, quitaba la escalera y se alejaba llamándolo: el perro ladraba, corría de un lado para otro, buscando un sitio a propósito para bajar, se retiraba asustado por la altura, pero al fin se echaba abajo y con mil fiestas corría tras él. Bracco le acompañaba doquiera fuese. A veces, Juan, cansado de andar, sofocado por el calor, se quitaba la chaqueta y le llamaba: -íBracco, lleva mi chaqueta! - y si tardaba en dársela, se acercaba el perro, agarraba el faldón de la chaqueta, que aún no se había quitado Juan y tiraba de ella. -íPero, Bracco, que me la rompes, suelta: en seguida te la doy!- Soltaba el perro la chaqueta, acababa Juan de quitársela y se la ponía sobre los lomos, y el perro caminaba con precaución, mirando a uno y otro lado como si temiera se le cayese la ropa. Los domingos, después de las funciones religiosas, volvía a la colina con los amigos y les divertía con los nuevos juegos de su fiel Bracco. Después de hacerle realizar un sinfín de movimientos entre las risas de todos, le mandaba saltar sobre el lomo de una vaca que pacía cerca. El pobre perro miraba al amo, dudoso y triste, como diciéndole: íQué disparate! Pero, tras la intimación de Juan, que no admitía réplica, tomaba carrerilla, saltaba y caía del otro lado de la vaca por haber dado demasiado impulso al cuerpo. Con todo, volvía a intentarlo hasta lograr ponerse a caballo sobre las ancas de la vaca. Se sentaba sobre sus patas traseras, se acurrucaba cuanto podía por miedo a caerse, y no se atrevía a bajar esperando que le dieran permiso. Entonces Juan se retiraba, ((**It1.241 **)) fingiendo no cuidarse ya de él; pero el perro empezaba a ladrar, como pidiendo permiso para liberarse de aquel apuro, en el que le dejaba un buen rato, hasta que el animal viendo que su amo no se daba por entendido, lanzaba un fuerte ladrido, daba un salto y corría hacia él, como reprochando su indiscreción. Es indecible la alegría de los muchachos ante aquel espectáculo. Podría suponerse que Juan, que tanto había sentido de pequeño la muerte de un mirlo, difícilmente hubiera podido sobrellevar la pérdida de este ingenioso animal. Mas no fue así, pues se acordaba de la promesa que había hecho al Señor. Habiéndoselo pedido como regalo unos parientes de Moncucco, sin más, él mismo se lo llevó a su casa. Bracco fue recibido con gran contento y, cuando Juan le vio entregado ya a sus nuevos amos, a escondidas, se marchó él solo; (**Es1.205**))
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