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((**Es1.201**) de sus costumbres, y hecho todo para todos. Además él tendría que preocuparse de sustentar a innumerables jóvenes, sin contar con ninguna renta fija, confiado únicamente, días tras día, en la divina Providencia. Si Dios enviaba bienhechores al Venerable Cottolengo, igual que a otros santos, para que depositaran en sus manos las limosnas, parece que quisiera que nuestro Juan fuera él mismo quien en su nombre solicitara la caridad de los fieles, a costa de cualquier ((**It1.235**)) sacrificio y humillación. Por ésto le había dotado de una alma emprendedora, activísima, enérgica, rica en ideas para alcanzar un fin, tranquila para remover las dificultades, constante y prudente para elegir los medios oportunos, afectuosa para vencer los corazones, impertérrita contra el respeto humano. Esta fue su palestra desde niño. En I Becchi, en efecto, había usado mil mañas con el fin de procurarse el dinero necesario para atraer con sus juegos a la gente; ahora, hasta ser seminarista, le tocaba proveerse a sí mismo de cuanto necesitaba para vivir. Le sucedió en este tiempo una graciosa anécdota que demuestra hasta qué punto se industriaba ya entonces de cara a procurarse lo necesario para los estudios. Lo cuentan testigos oculares del hecho. Se celebraba en el pueblo de Montafia una gran fiesta y se había plantado en medio de la plaza el palo de la cucaña. Era altísimo y tenía en la extremidad un aro, en el cual estaban colgados varios objetos de premio. Una muchedumbre inmensa asistía al espectáculo. Los mozalbetes del pueblo, unos tras otros, se acercaban al palo y, dando una mirada a lo alto, intentaban la subida para alcanzar el premio. Unos llegaban a la tercera parte del palo, otros a la mitad, pero luego resbalaban y caían por tierra. Llegaba a las nubes el griterío del pueblo, animando a los más valientes que parecían tener energía para subir más alto, y alcanzaban las estrellas los silbidos y palmas dedicados a los más flojos que no lograban sostenerse en el palo liso y encerado. Juan observaba cómo aquellos mozalbetes empezaban con precipitación y esfuerzo, sin tomar aliento, y que, al llegar a cierto punto, no podían más y eran arrastrados hacia abajo por el peso mismo del cuerpo. Quiso él probar, pero de otro modo. Se presentó resuelto, tranquilo, en medio del espacio que dejaba libre la multitud, y empezó a trepar lentamente, cruzando de cuando en cuando ((**It1.236**)) las piernas, con las que abrazaba el palo, y sentándose sobre los talones para descansar. El pueblo, que al principio no entendía el porqué de aquella maniobra, reía con todas sus ganas, esperando de un momento a otro verle también a él resbalar como les había sucedido a los anteriores; pero, al ver que iba ganando altura, (**Es1.201**))
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